
Amo sus pestañas sin huidas
cuando se rinden azules en mi vientre.
Crecen flores en el silencio de mis ojos
cuando acampo en la arboleda de sus labios,
conozco su lenguaje de río que no olvida,
el misterio sediento de sus manos
descolgándose como lava ardiente por la campiña,
su sonrisa de lago que contempla tácito el horizonte.
Me nacen ternuras silvestres, todas, cuando le miro
y escalo por su cuerpo entre susurros,
con el requiebro del mar manso en las pupilas.
Amo la luz que zigzaguea en sus contornos -me deslumbra-
y no tengo dedos bastantes para acariciar su rostro.
¡Oh! Esta clara embriaguez de conquistarle,
este querer ser navío para abordar su pelo
y desear lloverle a besos hasta empaparle,
saciar sus hombros desnudos, desplomarme,
y estremecerle de amor bebiendo de su boca.
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